A los seres humanos nos apasiona competir. O quizá sea más correcto decir que a los seres humanos nos apasiona ganar. Ese anhelo de proclamarse superior al prójimo en alguna disciplina es un importante motor de superación –ahí está el ‘más rápido, más alto, más fuerte’ del lema olímpico–, pero a menudo también nos empuja a involucrarnos en empresas absurdas, o peligrosas, o incluso absurdas y peligrosas a la vez. La apuesta es muchas veces la hija de la majadería, y no hace falta irse muy lejos para comprobarlo: basta preguntar un poco en cualquier rincón de la España rural y saldrá la historia de aquel tío abuelo que se comió tres docenas de huevos al ser retado por algún vecino, o el remoto ancestro que se unció al yugo y arrastró la carreta con vigor de buey. En ese catálogo de la brutalidad popular no faltan desenlaces trágicos como el del padre del mítico boxeador Urtain, que murió tras apostar a que podía tumbarse en el suelo del bar y que otros parroquianos le saltasen al pecho desde la barra.
La tendencia a medirnos en necias porfías parece un rasgo universal de nuestra especie, así que no es de extrañar que en Finlandia, donde la sauna es un orgullo nacional, este hábito purificador y saludable haya degenerado igualmente en morbosa competición. Seguro que en los pueblos del país nórdico también se recuerda a colosos del pasado que resistían sin inmutarse temperaturas más propias de un horno, pero esta dimensión ‘deportiva’ de la sauna no se consagró hasta 1999, con la primera edición de los Campeonatos Mundiales celebrados desde entonces en Heinola. Las normas eran tan sencillas como alarmantes: los participantes debían soportar, erguidos en su asiento, temperaturas superiores a 110 grados centígrados, en un ambiente que se volvía más y más sofocante cada vez que se vertía agua sobre las piedras calientes. Para competir en la prueba, había que firmar un documento por el que se renunciaba a emprender acciones legales contra la organización, e incluso la Sociedad Finlandesa de la Sauna alertó sobre el riesgo que se asumía en una prueba planteada en estos términos, pero eso no impidió que el evento se convirtiese en un exitazo internacional: este año se inscribieron 130 personas de quince países.
La final, el pasado fin de semana, acabó en desastre. El ruso Vladímir Ladizhenski, ex campeón mundial de lucha grecorromana, murió con el cuerpo reventado en horribles quemaduras. El pentacampeón, un titán finlandés llamado Timo Kaukonen, continúa ingresado en estado crítico. «Sé que es muy difícil de entender para gente de fuera de Finlandia, que no está familiarizada con la costumbre de la sauna. Pero no es tan inusual tener 110 grados», explicó el organizador, Ossi Arvela. También resulta llamativo que el premio para el ganador del campeonato, que no volverá a celebrarse, consistiese sólo en «cosas pequeñas»: en alguna edición anterior, Kaukonen se llevó unos altavoces para la sauna.
Quizá sea cierto que en Finlandia se ve de manera distinta: no sólo por su familiaridad con los baños de vapor, sino también por su propensión a convertir cualquier ocurrencia en un torneo organizado. Incluso el organismo oficial de turismo del país ha explotado el atractivo de disciplinas locas como el lanzamiento de teléfono móvil –el récord, de 95,83 metros, está en manos del inglés Chris Hughff desde 2007–, las carreras con la esposa a cuestas, el fútbol en un lodazal o el aplastamiento de mosquitos, donde Henri Pellonpää se mantiene imbatido desde 1995 con los 21 insectos que logró exterminar en cinco minutos. «Supongo que todos los deportes veraniegos finlandeses fueron inventados por borrachos», admitió el año pasado el responsable del Campeonato de Lanzamiento de Bota. Quizá el único país capaz de competir con ese calendario de eventos extravagantes sea Gran Bretaña, donde el culto a la diosa tradición mantiene pruebas como el lanzamiento de legumbres con cerbatana, el campeonato de comedores de ortigas, el buceo en ciénaga o el famoso ‘cheese rolling’ de Gloucestershire, en el que cientos de personas se lanzan por una empinadísima ladera en persecución de una rueda de queso. El primero se queda con el suculento botín, pero muchos se tienen que conformar con un buen esguince, alguna fractura o un diente roto.
57 sesos de vacaNo obstante, la traslación más inmediata de las viejas apuestas de pueblo a la competición moderna son los campeonatos de comedores, esas pruebas en las que unos cuantos gargantúas pugnan por engullir la mayor cantidad posible de hamburguesas o perritos calientes, tan vistosas para el espectador hasta que alguno de los tragones acaba vomitando en un cubo. Se les suele reprochar su obscenidad, en un mundo donde mucha gente pasa hambre, pero también plantean riesgos físicos: la propia Federación Internacional de Comedores Competitivos indica en su web que los aficionados no deben entrenar en casa para mejorar su velocidad de ingestión. Es éste un mundillo extraño, alimentado por intereses publicitarios, con superestrellas internacionales como el japonés Takeru ‘Tsunami’ Kobayashi –un ídolo que incluso recibe por correo ropa íntima de sus admiradoras– o el estadounidense Joey ‘Mandíbulas’ Chestnut, líder ahora mismo de la clasificación mundial. La federación lleva un concienzudo registro de los récords vigentes en decenas de especialidades, como espárragos (cuatro kilos, rebozados en tempura, en diez minutos), huevos (65, cocidos, en seis minutos y cuarenta segundos) o incluso sesos de vaca (57 en un cuarto de hora).
La élite de esta disciplina compite con los servicios de emergencia al alcance de la mano, igual que el cubo, pero en certámenes más modestos se han registrado numerosos fallecimientos. Un universitario taiwanés murió en un concurso para convertirse en el ‘Rey del Estómago Grande’, atragantado con bollos al vapor rellenos de huevo y queso. En Canadá, Janet Rudd se asfixió en una competición de comedores de ‘nubes’, esa esponjosa golosina de color rosa. Ha habido víctimas de las tortitas rellenas de plátano –el ruso Boris Isayev se desplomó tras tragarse 43–, de los pastelitos y, por supuesto, de la bebida, porque pocas cosas animan más los desafíos que unas cuantas copas gratis: en la ciudad rusa de Volgodonsk, un participante en un concurso de bebedores de vodka murió veinte minutos después de convertirse en ganador con un trasiego de litro y medio en cuarenta minutos. El premio eran diez litros de licor.
Pero una de las muertes más conocidas, más absurdas y más terribles fue la de Jennifer Strange, una joven californiana de 28 años, madre de tres hijos, que en 2007 se apuntó a un concurso de la emisora KDND. Simplemente había que beber agua, y el que más tiempo aguantase sin orinar ni devolver recibiría una Wii de Nintendo. Una oyente llamó para avisar de que la ingestión excesiva de agua puede resultar letal, al reducir los niveles de elementos como el sodio o el potasio, pero el personal de la radio se limitó a bromear sobre el asunto: «¿Hay alguien muriéndose por ahí?», preguntaban. Jennifer se marchó del estudio con la barriga hinchada y dos entradas para un concierto de Justin Timberlake como premio de consolación, pero falleció cinco horas después. Tras un juicio de dos meses, los tribunales obligaron a indemnizar a su familia con 16,5 millones de dólares, pero aun así parecería una burla hablar de victoria.
Carlos Benito. Diario ideal Jaén.