giovedì 8 novembre 2012

Ébano de Riszard Kapuscinski

Hace mucho tiempo que quiero recomendaros este libro. A mí me lo recomendaron también y desde entonces tengo mucha curiosidad por África. También me producen más repugnancia aún los que tienen la curiosidad como el rey (¿a pico y pala!). En fin, os dejo un extracto y una nota. Este libro es sencillamente la narración de la experiencia de un periodista blanco en el África subsahariana y de su intento de inmersión en la mentalidad de los países que visita y la manera de ver de su sociedad tan distinta a la europea. También es un libro con nociones generales sobre la historia política de África que la gran mayoría creo que aún desconocemos. Un relato lejano al colonialismo de la literatura de viajes. Pues ya está, por fin os lo he recomendado. "-Ve a Wollo –me dijo Tederi-, ve a Haragwe. Aquí no verás nada. Allí lo verás todo. Estábamos sentados en el porche de su casa en Addis-Abeba. Delante de nosotros se desplegaba un jardín rodeado por un alto muro. Alrededor de la fuente, que despedía un suave murmullo, crecían frondosas buganvillas de color carmesí y forsitias amarillo chillón. Los lugares mencionados por Teferi se hallaban a cientos de kilómetros de allí. Se trataba de provincias cuyos habitantes morían de hambre en masa. Allí, en aquel porche (desde la cocina llegaba el olor a carne asada), resultaba imposible imaginárselo. Pues, ¿cómo entender eso de “morir en masa”? El hombre siempre muere solo; el momento de la muerte es el momento más solitario de su vida. “Morir en masa” significa, pues, que un hombre muere solo, pero con la brevedad de que, al mismo tiempo, y también solo, muere otro hombre. Y en la misma soledad, otro. Y que no han sido sino las circunstancias –las más de las veces sin quererlo ellos- las que han hecho que cada uno, al vivir en soledad los momentos de su propia, única muerte, se hubiese encontrado cerca de muchos otros hombres que también morían en aquellos instantes. Corría mediados de los años setenta. África acababa de entrar en la época de sus dos décadas más oscuras. Guerras civiles, revueltas, golpes de estado, masacres y, junto con ello, el hambre que empezaron a padecer millones de personas que habitaban en el territorio del Sahel (África Occidental) y en África Oriental (sobre todo en Sudán, Chad, Etiopía y Somalia): éstos eran algunos de los síntomas de la crisis. Se había acabado la época llena de promesas y esperanzas de los años cincuenta y sesenta. En su transcurso, la mayoría de los países del continente se había liberado del colonialismo y había empezado una nueva andadura de Estados independientes. En las ciencias políticas y sociales de aquellos años predominaba en el mundo la idea generalizada de que la libertad automáticamente traería el bienestar, de que de un soplo, en un santiamén, la libertad convertiría la pobreza antigua en un mundo donde manarían la leche y la miel. Así lo sostenían los sabios más grandes de aquellos años y parecía que no había motivos para no creerles, tanto más cuanto que sus profecías ¡sonaban de una manera tan seductora! Pero no ocurrió nada de esto. Los nuevos países africanos fueron escenario en una lucha encarnizada por el poder en la cual se utilizaba todo: los conflictos tribales y étnicos, la fuerza del ejército, la tentación de la corrupción, la amenaza de la muerte… Al mismo tiempo, estos países resultaron débiles, incapaces de cumplir sus funciones más elementales. Y todo ello en una época en que el mundo vivía inmerso en la guerra fría, que el Este y el Oeste trasplantaron también al territorio. Uno de los rasgos de esta guerra consistió en la ignorancia más absoluta de los problemas e intereses de los países débiles y dependientes, en tratar sus asuntos y dramas exclusivamente en función de los intereses de las grandes potencias y en negarles cualquier amago de importancia y peso internacional. A ello hay que añadir el ya tradicional engreimiento y arrogancia eurocentrista en relación a las culturas y sociedades no blancas. De ahí que cada vez que regresaba de África no me preguntasen: “¿Qué tal los tanzanos en Tanzania?”, sino “¿Qué tal los rusos en Tanzania?” Y que en lugar de por los liberianos en Liberia me preguntase: ¿Y qué tal los americanos en Liberia?” (De todos modos, mejor esto que el caso del viajero alemán H. Ch. Buch, que me comentó que tras una mortífera expedición a las sociedades más recónditas de Oceanía, siembre había oído la misma pregunta: “¿Y allí qué comías?) Nada provoca más desazón en los africanos que esta manera de tratarlos: como objetos, como instrumentos. Lo perciben como una humillación, una degradación, una bofetada."

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